Codina, caligrafías dérmicas
Si observáis un momento vuestra mano medio cerrada, descubriréis, detalle a detalle, un sorprendente laberinto de pasillos y pliegos. Esta simple observación del propio cuerpo y de su mundo más inexplorado constituyó el punto de partida del trabajo que en los últimos años ha desarrollado Josep M. Codina (Mataró, 1958) dentro del cual se inscriben las obras que nos muestra en las salas de exposiciones temporales del Museo de Arte Moderno de Tarragona. El conjunto de obras que reúne esta exposición, todos inéditos hechos expresamente para la ocasión, confirman la coherencia de una trayectoria que está logrando una extraordinaria madurez y que destaca al autor con perfil propio dentro de lo mejor del actual panorama pictórico catalán.
A pesar de la heterodoxia de sus insólitos y cuidadosos procedimientos técnicos con resultados plenamente personales, su vocación pictórica es irrenunciable y surge sustancialmente de la atracción por las calidades táctiles de la materia y la expresividad insustituible del trazo, aun así vive desde una severa contención desde la más inequívoca contemporaneidad. Este compromiso con su tiempo no proviene pero del alistamiento a las filas de ninguna tendencia imperante, sino que surge duna manera natural, al margen de cualquier corriente dogmatizando. Su producción se caracteriza técnicamente para utilización de cera virgen, parafinas fundidas para recubrir unas suaves pinturas elaboradas sobre apoyo de papel y madera (o metal con oxidaciones serías anteriores), y se fundamenta totalmente en la investigación y la experimentación constante, lo cual le permite que cada obra sea el impulso de la siguiente, que cada pieza tenga el riesgo, la incertidumbre del resultado final. Esta inquietud de ir siempre más allá, huyendo de la facilidad de aquello ya conseguido, y la asunción del riesgo a equivocarse, se complementan con una estricta autoexigencia, por eso no se trata, en su caso, de ir probando para encontrar resultados satisfactorios y efectistas, sino de profundizar en las posibilidades que los medios escogidos le desvelan cada día en el decurso del trabajo creativo, una tarea rigurosa y perseverante, gracias a la cual Codina ha logrado un lenguaje propio que se consolida día a día en su especificidad.
Las obras expuestas comparten un mismo sello y un similar tratamiento. Sobre unos tonos de cromatismo muy suave, resuelto con ligeras veladuras, frotados de manchas de tonalidades generalmente dominadas por una rica gamma de blancos de marfil o de ocres ambarados que se ha abierto en estas últimas producciones a una presencia más frecuente de rosados, violáceos, y delicados turquesas-, aparecen tenues trazos de grafito que esbozan formas muy simples: curvas, óvalos, pliegos, agujeros, espirales… Ligeramente sombreadas. La parafina más o menos traslúcida según el grosor de la capa la temperatura de fusión hace como un velo, como una neblina blanquecina, nacarada, que difumina la imagen dibujada, la cual acontece evanescente difusa como los recuerdos o los sueños. Metódico, pero también intuitivo, el autor permite la intromisión del azar (pliegos dibujados conviven con pliegos reales del papel que a veces se arruga al extender la cera o con las burbujas atrapadas) pero controla el resultado final siempre sometido a su innato sentido de la armonía y de la contención. Se importando señalar que queda incluida ya desde la mitad o incluso desde el inicio del proceso creativo la elaboración del peculiar «marco» de listones, mediante un juego de ensambladuras asimétrico y nunca repetido que forma parte inseparable de la pieza. Encontramos también, pero, otras obras en vitrinas que es distinguen por el protagonismo del apoyo único de pasta de papel, de un grosor y una textura insólitos, que confiere una potencia inusitada al tratamiento pictórico.
Codina establece un diálogo razón y sentimiento en partes iguales con la materia que trata cuidadosamente sin excederse en su manipulación, como respetando sus intrínsecas calidades, para extraer la máxima expresividad y conferirse la capacidad de transmitir emociones y sensaciones sensibles. Configura así un sutil juego de transparencias, de delicadas y trémulas texturas, etéreo, sensitivo, que evoca en perfecta simbiosis de forma y contenido aquello que esencialmente motiva y nutre su mundo plástico: la obsesión en el entorno del hombre, de su cuerpo, del envoltorio sensible que se la pele, frágil escudo que nos protege de las agresiones del medio, del entorno hostil, a pesar de que no consigue surgir indemne de la lucha. Arrugas, heridas, cicatrices… Testigos mudos del paso del tiempo y las circunstancias de la vida, se suman a ignoradas señales de identidad, accidentes texturales imperceptibles, anónimos rincones anatómicos…, todo un inédito repertorio epidérmico de superficies ignotas: pliegos, orificios, rendijas, surcos…, todas ellas improntas biográficas, irrepetibles en cada individuo y en cada parte del cuerpo.
Caligrafías dérmicas, topografías de la privacidad, vestigios emocionales que el autor rescata mediante la introspección en el paisaje más intimo, y que una vez extraídos de su habitual contexto, aislados en un entorno indefinido, logran una nueva y extraña existencia ya no particular sino universal, con ecos cósmicos, como metáforas del tiempo la memoria, de la esperanzadora supervivencia del ser vulnerable en un mundo adverso. Un discurso cada vez más depurado, radical en su autenticidad independencia respecto a los acondicionamientos dogmáticos imperantes, impregnado de sensibilidad y sutilidad…, capaz, en fin, de introducirnos en un universo enigmático, intimista y subjetivo que aparece lleno de pregones y poéticos misterios.
Raquel Medina. Codina, cal·ligrafies dèrmiques. Museu d’Art Modern de Tarragona. 2002.